La mujer ha decidido tomar de la mano a su nuevo amigo que ha conocido una noche de deseperación.
Aquella noche ella lloraba amargamente al sentirse desdichada, incomprendida. Necesitaba que alguien la abrazara para saber que aún estaba en las tierras de los vivos. Y llegó, sin que ella le llamara. Se sentó a su lado. Sus ojos no expresaban absolutamente nada. Y su cuerpo era coherente con ellos. No se movió, no le abrazó, no le dijo nada, no secó ninguna de sus lágrimas. Sólo se sentó a su lado y la observó, respirando en cada uno de sus acongojados suspiros. Y ella agradeció este nuevo amigo aunque no llenara sus espacios de dolor íntimo.
La mujer luego secó sus lágrimas. O tal vez no, quizás fueron las sábanas que se las secaron mientras ella dejaba caer su rostro en ellas, hasta hacer de aquel manantial un suave rocío que cayó entre sueños agridulces y que duraron el resto de la noche.
Y cuando en el rostro de la mujer se secaron los surcos de la pena vertida, el amigo supo que no podía abandonarla. Velaría esa noche su sueño. Y cada noche que siguieron esa semana. Y muchos días más después de esa semana.
La mujer ha descubierto a su amigo. Buen amigo. No la abandona, es el único que conoce sus tormentos y risas. Camina con ella. Se ha convertido en su sombra.
Un día a la mujer se acerca un nuevo amigo. Más afectuoso. Le abraza, le habla, le tiende el pañuelo cuando llora.
Pero hasta su entonces fiel amigo que conoció en aquella noche de angustia, le vuelve la espalda. Desaparece en los intervalos en que le acompaña este nuevo amigo. ¿Celos? no lo sabe. Sólo sabe que cada vez que aparece quien le abraza, el otro se aleja silente, tan silente como cuando apareció.
La mujer se ha dado cuenta que debe optar. En su vida no hay cabida para los dos.
El primero ha sido fiel desde aquella noche... el segundo le ha dado toda esa piel que tanto añoraba...
Y luego de varios días tratando de decidir, se convence que es la mejor elección.
Lentamente el amigo que le abrazó, que le enjugó sus lágrimas y le regaló lindas palabras cargadas de cariño se aleja. Se aleja apesadumbrado, con los ojos llenos de tristeza. No tiene cabida en la vida de la mujer.
Satisfecho su primer amigo se vuelve a sentar en la cabecera de ella. Sabe que es el único. Sabe que ya no hay vuelta atrás. Ha ganado la batalla y ya no teme.
Aquella noche al apagar la luz de su pieza, sólo se aprecian dos siluetas.
Allí entre las sombras, duerme la mujer. A su lado, el silencio. Silencio que vela como tantas veces cada uno de sus sueños.